Se
aceleraba mi adrenalina, el bosque era un parpadeo constante de luces negativas
y mi pulso aumentaba rápidamente. Sentía la presencia, los pasos largos detrás
de mí pero el temor al sin fin inconcluso me negaba toda posibilidad de acción
diferente a la que estaba ejerciendo, la de correr. Correr sin parar,
desaforadamente con los ojos inyectados de atención a la pseudo-persecución que
afirmaba estar llevando a cabo sobre mi cuerpo ya mojado de miedos.
El ritmo cardiaco había llegado a un punto en el que no había artefacto que
detectara tal latencia jamás imaginada, mis piernas se movían en un modo
metódico, automático y eventual; sobre mis manos se podían vislumbrar la caída
de todas las falacias, paranoias y culpas en un mismo modo, en modo de lágrimas
veloces.
A lo lejos, de algún modo divise una luz entre tanta negritud, una luz que
quise creer que era la salvación, la luminosidad interna a un cuerpo tapado de
temor y sucesos poco convencionales. Marche en pos de salvación, en virtud de negación
a la rendición total de mis músculos. Corría queriendo acercarme a dicha luz
pero cuanto más me acercaba, a pasos agigantados se movilizaba en contra mío y permanecía
quieta al cabo de segundos hasta que yo quería volver a atravesarla. La utópica
razón de querer llegar a una luz en pleno descampado repleto de árboles y tras
la perspectiva difusa e ilusoria de sentir la persecución constante de una cosa
inimaginable, sin forma ni modo de actuar, me desplaza por horas y días en este
sendero irrisorio y a la vez temido en busca de salidas al desgano que me
acecha para así de una vez sentir en mi piel la inimaginable luz que tanto
espere.
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