lunes, 24 de junio de 2013

Soledad


Indudablemente, inexplicablemente, necesariamente miles de veces después de pasar un buen tiempo acompañado de alguien, ya sea un viaje, un fin de semana o lo que fuere necesitamos de una especie de encierro a solas, un encierro reservado entre dos partes. Una de carne y hueso, y la otra es una especie de brisa que corre por nuestra espalda, pasa rápidamente por nuestra nuca y nos despeina un poco dejando algo así como un pensamiento racional. Más comúnmente llamada “soledad”, ella se dispone a hacernos pensar un rato, centrar lo vivido aquel tiempo compartido o simplemente estirar los pies y acompañarnos a descansar.
Este estado de necesidad no es solo con seres humanos, se asimila también con objetos, deseos, etc. Los objetos claramente nos dominan los pensamientos, elevándolos y dejándolos caer desde una altura considerada para luego hacernos reflexionar acerca de nuestras afirmaciones y/o elecciones en la cotidianidad. Los deseos nos hacen una y otra vez dudar de nuestro razonamiento en función de lo que está a nuestro alcance. Y así, el deseo se convierte en una senda que pocas veces sabemos conducir, realmente muy pocas veces sabemos que deseamos de verdad cuando se despliega la duda. Cuando se nos presenta la abstinencia de querer remitirnos urgentemente a este encuentro con dicha persona y estamos acompañados de objetos, los desechamos por lo menos por un rato; en presencia de deseos, simplemente lo corremos por un instante; en el caso de personas, nos aislamos también por un momento; pero… ¿Qué pasa cuando un ser humano se cansa, se aburre, se quiere apartar de sí mismo? 
Intenta buscar ese acto silencioso antes dicho, tan silencioso por fuera como el interior de una iglesia, pero sabe muy bien que por dentro de su abrumadora y máquina de  nunca cesar más comúnmente llamada cabeza se escuchan gritos, contradicciones y miles de preguntas sin respuestas.
Trata de llegar al sumiso encuentro con dicha persona fantasmal si se quiere, pero se da cuenta que es peor, se da cuenta que ese ser que deja una brisa fría, que hace sonar los ruidos más silenciosos de una casa, que se jacta de reparador, no hace más que poner en duda los deseos, los objetos que están a nuestro alcance y hasta dudar de las personas que nos rodean diariamente. El sujeto entra en un estado de malestar y odio por sí mismo que lo sumerge en una especie de depresión constante y de duda ante todo lo que se le presente por no poder resolverlo.
Amanecen problemas mínimos que en el mencionado estado pasan a ser inmensos, inexplicables, a tal punto de entrar en una secuencia de miedo y obsesión por querer encontrarles una solución urgente. Se auto-introduce en un trance, sintiéndose muy hondo y muy lejano a lo que aspira ser o por lo menos lo que desea para sí. Tormentosas noches lo mantienen en velo haciendo que su cerebro tenga la función similar a la de una máquina, trabajando y trabajando en busca de la palabra más preciada, “respuestas”. No logrando ni acercarse por lo menos a una pista que le diga el camino para llegar a esa ansiada palabra buscada, añorada por años, se dispone a dormir resignado bajo el efecto de ese malestar inexorable y agrio como la hiel.

A la mañana siguiente se levanta para volver a empezar con su vida normal, su rutina cotidiana.