viernes, 31 de octubre de 2014

Carrer de Valencia 266

"Cada uno tiene que conocer en la vida muchas tristezas. Lo notable es que cada tristeza es distinta a la otra, porque cada una de ellas se refiere a una alegría que no podemos tener"
                                                                                                                             
                                                                                                                                          Roberto Arlt 



Carrer de Valencia 266


Girando cuatro horas en círculos frené mi valija y mire hacia arriba. No podía creer que había encontrado esa puerta de madera que era idéntica a la foto que conocí a miles de kilómetros. Carrer de Valencia 266 decía aquel cartel azul en la esquina y fue lo que acrecentó mi sonrisa de bienvenida y comodidad al encontrar una cama donde descansar unas largas horas. Atravesé esa puerta antigua, subí las escaleras con mi valija muy pesada y presente los papeles que me darían la aceptación para la hospitalidad de seis días.
Mi cuarto estaba compuesto de dos camas dobles en las cuales en una estaba una asiática muy amable y en la cama de abajo una francesa de nombre Anabelle. Me dispuse a acomodar mis ropas y a entablar un mínimo dialogo con la oriental que no recuerdo el nombre pero fue en vano, no hablaba ni una sola palabra español y yo muy poco el inglés, me recosté en la cama y me quede dormido.
Habían pasado dos horas y me despierto obnubilado por la bronca de haberme quedado dormido apenas pisaba tan hermosa ciudad y no me disponía a recorrerla, mire a mi alrededor y la chica asiática no estaba más, solo estaba Anabelle que escuchando música me miraba sonriente y me iniciaba un dialogo tímido y a la vez locuaz. De donde venís, a que venís, que es lo que más te gusta a lo que yo respondí con mi mejor cara mezclada con el cansancio y la timidez que me desborda. Me invito a cenar para enseñarme el mejor restaurant de la ciudad a lo cual acepte sin dudar, después de todo yo caía en una ciudad completamente nueva y sin conocimiento, y ella me había contado que era su cuarta vez.
Bajamos las escaleras, salimos a la calle y nos encaminamos a desgastar las veredas.
Nacida en París, diseñadora, gran buscadora de la libertad, rondaba de país en país degustando cultura y conocimiento a través del tiempo, me contó que si quería disfrutar más la ciudad debería ser abierto a todo tipo de experiencias nuevas, a todo tipo de diversidad cultural.
¿Quién iba a pensar que aquel chico que pasaba sus horas planificando una salida de su existencia agotadora se iría a encontrar en aquellas calles, con aquellas personas, sonriendo en cada acto ínfimo? Y ¿quién iba a pensar que aquella francesa coqueta iba a ser guía turística de un joven que cada minuto que pasaba se llevaba mejor?

-Sí, ya se, seguro eres fanático del invierno- Dijo la joven al mismo tiempo que lo veía a él mirando el suelo adoquinado cabiz bajo.
-Yo también solía creer que la vida era como un curso en el que ya comenzó y yo llego siempre tarde. Llego siempre cuando ya están todos adelantados tratando temas que no dispongo- despojó la joven que claramente notaba el estado interno sentimental de su acompañante temporal.
-Más que un curso podría decir que la vida es una gran fiesta de disfraces donde nos mostramos a través de máscaras para esconder lo que de verdad somos- dijo el joven.
-Gran reflexión, el inicio de mis largos viajes se debe a apaciguar esa carga existencial que trata el solo vivir- acudió ella - Y no hay nada más hermoso que pasar de ciudad en ciudad-.
Arribaron al restaurant, cenaron comidas típicas, hicieron chistes sobre aquellos raros tragos ibéricos y su comida, y se quedaron sentados en la mesa largas horas hasta que el cansancio la sobrepaso a ella y volvieron a paso lento hacia el hotel. Caminaban despacio a través de calles muy angostas y calles anchas, conversando de libros, de música, de arte. Ella le confeso que quería pisar la tierra de donde venía él, pero que todavía no era tiempo, ya habría un momento para conocer ese lugar tan diferente y curioso para ella.
Una vez en el hotel, en la habitación, se despidieron y acordaron ir a desayunar juntos a la mañana siguiente con la esperanza de seguir conociéndose más y él poder recorrer más la ciudad al paso de ella.

La mañana.

La mañana llegó y ella lo esperaba en el comedor principal con su café puro haciéndole señas de su ubicación, él, dormido como de costumbre se sentó a su lado y al mismo tiempo que el sol que entraba por la ventana lo obnubilaba, la miraba fijo y veía como ella le sonreía a la vez que la taza de café cubría gran parte de su cara para dejar al descubierto solo los ojos que en cuestión de segundos se veían afectados por una desaforada risa contagiosa; él dejo el cómico papel de serio para hundirse en la risa de la francesa que no paraba de mirarlo con su cara poseída.
Decidieron ir a conocer la costa con sus muelles, las ferias, parques y museos. En el regreso ella le recordó que a la medianoche debía partir hacia París.

Las aguas ibéricas aparte de ser muy frías, tienen la playa perfecta, donde el silencio se instala en los oídos y se desciende por todo nuestro cuerpo, solo se pueden escuchar a las olas romper contra la orilla y se puede sentir el viento que nos roza de manera tan sublime; junto con las personas que constituyen el lugar hacen de una mañana, tarde, o noche perfecta, soñada.
Anabelle me contaba que había estado en lugares donde afirmaban, sostenían, y subrayaban el uso masculino de la palabra "mar" mientras que para ella seguía siendo "la mar". Seguimos debatiendo sobre lingüística casi sin poder sostener nuestras propias teorías y llegamos al acuerdo que sería como quisiéramos nosotros, por lo menos frente a frente en aquel infinito pedazo de agua transparente.



"El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
  ¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
  ¿Por qué me desenterraste
del mar?
  En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.
  Padre, ¿por qué me trajiste
acá?"


                                 Rafael Alberti




El sol se escondía detrás de edificios y nosotros nos acercábamos al hotel. Anabelle tenía todo listo para su regreso a la capital francesa.
Mientras ella hacia el check-out en la recepción yo la esperaba en la habitación para tomar una foto de recuerdo y despedirla, después de todo tenía que volver, estaba su valija en el cuarto.
Cuando regresó estaba seria y con cara cansada, me dijo que tenía muchas horas hasta llegar a París y eso le generaba rechazo.
En el medio de las dos camas dobles se erigía un espejo desde el suelo casi hasta el techo, ella se peinaba y se maquillaba para salir cuando yo con mi cámara me pose detrás y enfocando hacia el vidrio espejado me prepare para la auto foto. Me había contado que detestaba las fotos, que para ella siempre salía mal en todas, yo no le di importancia y antes de que su cara se transforme en negación absoluta atine a gatillar. Una ráfaga de luz atormento toda la habitación, y perduró unos minutos, no había sido un flash como cualquier otro, fue casi como una explosión sin sonido, solo luz blanca que acrecentaba las paredes beige del cuarto. Mis ojos ardían como si se tratara de gas lacrimógeno al mismo tiempo que a tientas la buscaba a ella gateando por la habitación, no la podía encontrar, ni mucho menos sus cosas, y cuando la nube blanca se dispersaba lentamente me repuse y mire al espejo. Frente al espejo solo había un cuerpo espigado con una cámara en las manos.

La Carretera

La carretera era un desierto de pavimento mojado y el vehículo se dirigía hacia el norte muy rápido, las ventanillas eran invadidas por miles de gotas que me miraban insistentes. Afuera, el viento sacudía las copas de los arboles al mismo tiempo que el cielo se partía con cada rayo.
Buscar entre ropas fue suficiente para descifrarme, el vértigo se erigía en mí mientras el limpiaparabrisas no daba a vasto y mi cuerpo temblaba incansablemente.
El humo de mi cigarrillo creaba cortinas grises en el interior, él no debía estar en ese lugar en ese momento, yo debía ejercer la acción de ese momento.



Siempre odié levantarme temprano para ir al colegio, no veía la causa de porque debía ser tan temprano, con el paso del tiempo entendí que lo que sobraba de aquel tiempo era para socializar y aprender en otro lugar que no sea un aula, de diferentes formas, de diferentes maneras. Mientras avanzaba mi edad descubrí mi primer amor y no era específicamente de carne y hueso, estaba hecho de notas, de acordes, de algo no tangible, algo que rondaba por el aire pero que no lo podía ver ni tocar, pero claramente si sentir. Se metía dentro de mí y me hipnotizaba largas horas.
La ausencia me hacía estallar de rabia, sentir miedo, sentir nudos en la garganta muchas veces duraderos, pero no hay nada que una cama y un nuevo amanecer puedan reponer.
 Después el secundario con las primeras novias, las peleas, los caprichos, y todas las mañas que pueda llegar a tener un adolescente y aún más. Al cabo de un año luego de aquella secundaria trastabillada con deslices y levantadas, me encontraba trabajando en aquella oficina, levantándome temprano, cumpliendo con el horario pactado, obedeciendo y hasta callando para no dejar de ser alguien. Pero mucho no duró, mi lengua filosa en aquella época rebozaba de angustia como lo hace hoy, pero más de bronca ante las injusticias y como yo en esa oficina incomoda no era nadie, no tenía un nombre, me despidieron. Con la poca plata que me destinaron me dedique a viajar buscando respuestas, obviando las palabras mayores y hasta despreciándolas. ¿Sabes que yo pude ver una masa trajeada consumiendo la Gran Vía, y me sentí el ser más ínfimo debajo de la torre Eiffel? Y, ¿Sabías que Venecia es aún más hermosa que en las propias películas? Regresé de mi viaje con algunas dudas aclaradas y con certezas que no eran certezas y florecían en angustias, pero como siempre, mañana cantamos otra canción y todo desaparece.
 Una vez instalado, solo como de costumbre, me vi amordazado, sedado, como obnubilado ante el dolor. Creía que había una capa transparente, una pared no visible que absorbía mis palabras más profundas y solo filtraba el orgullo. Siempre me dije a mi mismo que él nunca sentiría lo que siente mi corazón porque el orgullo y esa pared trascienden y la roca deja de ser una palabra y se convierte en un modo de vida, en una mutación inerte que caduca todas mis vivencias, todas mis acciones más sublimes y perfumadas para transformarlas en un objeto rugoso, grisáceo y sin vida alguna. ¿Cómo hacer que la sensación desaparezca? ¿Dónde se encuentra el martillo que rompe la piedra y sustrae el núcleo más preciado? Supe que las respuestas se encontraban a kilómetros, mi ciudad natal ya no era mi ciudad natal y mi casa, esa casa no tan mía no estaba tan cerca.
Me subí a mi auto y quise romper el muro adoquinado y estallar en un ferviente abrazo desgarrador mientras nos reiríamos de los miedos, del orgullo y de la presión que conlleva poseer un carácter totalmente igual. ¿Te dije que aparte de viajar y conocer el viejo continente, solía tener una casa, un auto, un perro y en verano hasta teníamos una pileta? Todo en tiempo pasado, sostengo que siempre conviví con el diablito a mi derecha transformado en angustia y nostalgia, pero lo llevaba, que se yo, es tan difícil mirar hacia atrás. ¿Ves estas líneas en mi cara y esta barba desdibujada? Antes no se encontraban.
 Toda mi vida tuve una batalla incansable contra el tiempo, cuando yo creía llevarle ventaja él me miraba y me devolvía arrugas en la cara, cuando yo me burlaba de él, me devolvía cada vez menos pelos en mi cabeza, yo sufría más y más el correr de las agujas, quería detenerlas por completo y quedarme inmovilizado un año o un mes como mucho. Y si fuera posible deseaba volver para atrás y romper dicha pared desde pequeño, pero ya era tarde.
Cuando me di cuenta que se estaba haciendo tarde el tiempo corría cada vez más rápido, me dispuse a salir apresuradamente subiéndome a mi único bien económico que me quedaba, un auto bastante destrozado, si, también por el paso de las agujas. Me subí al vehículo afligido y nervioso por lo que estaba por hacer, era la primera y única vez que me enfrentaría a un muro invisible pero más fuerte que cualquier pared de hierro. Disponía de cigarrillos que calmarían las ansias y en la campera llevaba aquel disco que me tranquilizaría un rato, la campera en el asiento de atrás y yo yendo bajo una lluvia escalofriante con rayos de por medio. Conducía con una mano mientras que con la otra a tientas buscaba el disco en el asiento trasero, el disco parecía haberse escondido entre la ropa cuando en cuestión de segundos comienza a escucharse la melodía sanadora y mis ansias parecían haber disipado, los nervios se veían sumergidos en falacias, mi cara gozaba del agua natural y todo mi ser tomaba suavemente un sorbo del sol que se filtraba entre las nubes.

Espejismo

Todas las mañanas y las tardes para mí son iguales, a veces las diferencio y me pongo a pensar que hubiera pasado si yo avanzaba antes o después. No me inquieta absolutamente nada, no tengo compasión por nada ni nadie, es más, muchas veces tengo ganas de aparecer en el lugar menos esperado para generar algún tipo de incomodidad, total, ya estoy jugado, ya estoy a la deriva entre tantos como yo que avanzan listos ya sin piedad.
Esa mañana fría lo pude divisar desde lejos, cabizbajo con las manos en los bolsillos.
¿Cómo un ser con todas las posibilidades y virtudes podía encontrarse así? ¿Yo venía desde muy lejos para cruzarme con este ser? ¿La cotidianidad era esto? ¿Y nosotros somos los fríos?
Arraso a toda velocidad sobre todo, a veces descanso un rato pero ese día sentía que tenía un propósito, una tarea. Con bastante frecuencia suelo hipnotizarme en ventanas a contemplar la vida, los movimientos que ejecutan los racionales, los que tienen la posibilidad de elegir y pensar cada acción en este mundo tan desordenado pero que a veces nos reintegra una cuota de vitalidad para seguir un rato más, hasta sentir otra vez el golpe, caminar pisando vainas esquivando algarrobos hasta pincharnos con malezas que nos hagan bajar otra vez a la tierra, la sensación de descansar sobre otro terrón después de sentir las manos curtidas de tanta labor, como el caminar sobre praderas en el atardecer en busca de ese encuentro fructífero con el agua dulce y acariciar con nuestros pies el lodazal.
Claramente sentí que debía quedarme en él, debía darse cuenta de que su vida podía ser plena, estaba a tiempo de levantar cabeza, cambiar su apariencia, yo iba cegado a toda marcha al choque radical contra él. Comúnmente debe mirarme en estado descendente, debe pensar en la resignación de marchar en forma suicida, pero ¿Qué pasaría si resulta ser lo contrario, si se produjera una especie de espejismo donde un sujeto proyecta toda su vida en la imagen que le produce otra? Al fin y al cabo lo que importa es la apariencia y es más fácil mirar alrededor que a uno mismo, cuesta terriblemente mirar hacia adentro para buscarse en vez de silenciarse y perderse aún más en la oscuridad. Cuando al ponerse su campera me descubrió, ya era tarde, no sé si podrán cambiarlo, por lo menos no yo, me descubrió.
En la mañana del diecisiete de julio, un tal Lucas se dirigía desde su casa al trabajo, salió en remera ya que el periódico no advertía mal tiempo. Cuando salió pudo ver la lluvia frente a él, regreso por su campera.

Fuimos nada

La noche adyacente y solitaria anticipaba las grises y frías caricias en la piel, la tenue luz de un farol moviéndose, vibrando podía atestiguar lo que venía, al mismo tiempo la tranquilidad masticada era absorbida por los primeros soplidos y el cielo se expresaba como una pintura impresionista. El rechinar de las hamacas de la plaza vieja advertía presencia, hubo certificación viendo las copas de los arboles agitándose de un lado a otro.
Fuimos nada, somos nada.
La falta de palabras y el pecho cerrado amortiguaron el solsticio invernal dado que rebosaban los latigazos de un vendaval en otra muestra gratis de un invierno cerecedor de agua hasta el momento. Levanta vuelo y arrasa contra toda autoridad, contra todo margen que se oponga a su marcha plena. Las caricias cada vez más fuertes y el brillo que se cubría de una capa gris oscura hacían la presentación ideal.
Fuimos nada, somos nada.
Y en un sonido sordo todo cambió, la vieja plaza es mutilada por excesos naturales y mis ojos encarcelados de polvo que abre vuelo dentro de los mismos para quedarse un rato largo.
Sobre el lánguido estar exalta la figura sonora que aprisiona cualquier modo de interactuar, una ráfaga corre y corre levantando sus alas hasta penetrar lugares recónditos y hacerlos vibrar. Tempestad y negritud presente, todo cambio nada es igual... todo cambio.
Fuimos nada, somos nada.
Las más terribles aguas marchan en pos de destrucción, marchan y se posicionan en cada espacio de opresión donde nada ni nadie podrá detenerlas. ¿Cuántos fueron los gritos que quedaron flotando en el aire solitario? ¿Cuántas palabras fueron calladas? ¿Cuántos labios se inundaron?
Nuestras voces quedaron silenciadas ante aguas turbias que tomaron el control de una vez nuestras vidas.
Fuimos nada, seremos todo.