Detrás del diáfano celeste
que entumece mis deshoras
cae el suplicio inherente
para atravesar mis formas.
Desbocado y sin aliento
perplejo y rendido
mis ojos miraban atentos
un cuerpo entumecido.
Dosis de miradas ajenas
sobrevolaban en mi puerto
sintiendo el fervor de cadenas
asumí jamas estar en lo cierto.
Día tras día seguir imaginando
un sendero eclíptico radiante
que trate de romper lo encriptado
que solía tener como estandarte.
lunes, 22 de octubre de 2018
lunes, 16 de enero de 2017
Hay una luz que nunca se apaga
Había despertado como todas las mañanas de malhumor y
anestesiado por largas horas, la habitación no era otra cosa que un espacio
frío, lúgubre. Rondaba la idea del sentirse amordazado, de sentir que el cuerpo
todavía respondía a estímulos, pero automatizado ante la temible rutina que
llevaba día a día. El lugar, no muy grande, disponía de un gran ventanal con
vista a la calle donde se podía oír la gran cantidad de vehículos que
transitaban diariamente y las exhaustivas voces que muchas veces irritaban en
horas de insomnio. A la izquierda, paralela a la cama, una pequeña biblioteca
rebosante de títulos con los que nunca hubiera imaginado involucrarme, que
nunca había tenido el tiempo o mejor dicho el interés de interactuar; me
burlaba de los lectores activos, de los lectores esporádicos, de aquellos
textos que me podrían introducir a un mundo desconocido o hasta entender
diferentes cuestiones.
Enfrentada al ventanal se erigía la sombra de una altísima puerta antigua donde resplandecían los bordes indicándome la salida, la salvación. Se podía sentir el sórdido y lánguido silencio latente del resto de la casa, ese silencio perforador arrastraba todo margen de sonido que deambulaba por las habitaciones. Desde este costado del lugar yacía entre cuatro paredes tratando de asimilar una salida, tratando de lograr un escape al encierro.
Me dispuse a abandonar el lugar, creía que era lo necesario para empezar de una vez otro día tratando de que sea por lo menos un poco más fructífero que el anterior. Quería alcanzar o por lo menos acercarme al brillo vertical que parecía hacerse cada vez más alto, pero mis piernas manifestaban otra vez el cansancio, nuevamente agotadas de cualquier movimiento por ejecutarse.
Enfrentada al ventanal se erigía la sombra de una altísima puerta antigua donde resplandecían los bordes indicándome la salida, la salvación. Se podía sentir el sórdido y lánguido silencio latente del resto de la casa, ese silencio perforador arrastraba todo margen de sonido que deambulaba por las habitaciones. Desde este costado del lugar yacía entre cuatro paredes tratando de asimilar una salida, tratando de lograr un escape al encierro.
Me dispuse a abandonar el lugar, creía que era lo necesario para empezar de una vez otro día tratando de que sea por lo menos un poco más fructífero que el anterior. Quería alcanzar o por lo menos acercarme al brillo vertical que parecía hacerse cada vez más alto, pero mis piernas manifestaban otra vez el cansancio, nuevamente agotadas de cualquier movimiento por ejecutarse.
Cuando, ya en pie, pude acercarme al halo resplandeciente,
una densa y turbia oscuridad se posó por delante negando cualquier movimiento.
Una especie de vendaval enérgico sucumbió desde la raíz atropellando toda mi
persona, instalándola a merced de aquella biblioteca antigua donde más de la
mitad de los títulos caían sobre mi cuerpo.
Rápidamente recordé mi primer libro y la emoción al llegar a
la misma habitación con varios años menos, el recuerdo de la escena palpando
aquella selección de cuentos que iban a ser devorados en cuestión de días, se confundía
con el presente. En mis manos un ejemplar abierto podría decirse de casualidad
o quizás de causalidad, en su página 298, afirmaba: “Los hombres han perdido la
costumbre de mirar las estrellas. Incluso si se examinan sus vidas, se llega a
la conclusión de que viven de dos maneras: unos falseando el conocimiento de la
verdad y otros aplastando la verdad.”
Mis ojos se quedaron anonadados ante los versos que seguían
rebotando en mi cabeza y por el gran ventanal se adentró un torbellino de aire
fresco que inundaba el espacio, lo inundaba, lo revestía y lo volvía a inundar
de aire renovado, cuando aquella nube negra estancada se dignó a moverse de su
lugar, y allí me pude ver entre luces atravesando el umbral que por momentos
creí estático a mis sentidos y hoy era nada más que un bloque de madera.
A partir de ese momento supe que más de uno de esos títulos me estaban esperando y que con más de uno de ellos podría atravesar cualquier barrera que se me interpusiera, porque reafirmaba como hace varios años ya, que siempre hay una luz que nunca se apaga.
A partir de ese momento supe que más de uno de esos títulos me estaban esperando y que con más de uno de ellos podría atravesar cualquier barrera que se me interpusiera, porque reafirmaba como hace varios años ya, que siempre hay una luz que nunca se apaga.
domingo, 6 de noviembre de 2016
Disimular
En aquellos calurosos días de febrero, en cierto momento después del almuerzo, él apuntaba con la vista hacia el río y segundos más tarde se dirigía hacia allí. En ese tiempo, pasábamos todos los veranos en una vieja estancia; la recuerdo por la cantidad de árboles y tranquilidad que tenía, pero más la recuerdo porque ya desde temprana edad descubrí mi estrecha relación con la tierra y la naturaleza. Amaba subirme a los troncos llenos de vida, descubrirle siempre brazos donde sostenerme, entender ya desde muy chico porque la gente se marchaba hacia esos lugares a descansar, a reflexionar. Siempre me generó curiosidad su silencio atroz y muchas veces misterioso, y supongo que esas fueron las causas por las cuales lo seguía en secreto entre los inmensos y eternos árboles que me miraban como testigos de la sigilosa persecución. Se sentaba apoyando la espalda sobre un viejo tronco ya despedazado por el paso del tiempo y luego de varias horas sacaba su cuaderno rojo que lentamente abría y comenzaba a escribir. Mi curiosidad nacía desde el momento en que se levantaba de la mesa donde estaban todos conversando y casi como si nadie lo notara se desplazaba hacia ese lugar que ya era prácticamente de él, ese lugar donde solo se podía oír cómo el agua avanzaba suavemente por su cauce, donde el silencio se pronunciaba cada vez más.
Con mi corta edad en ese momento no temía absolutamente a nada, tenía la certeza de que, aunque lo siguiera a escondidas y él no lo supiera, si pasaría algo estaría ahí para socorrerme, para que con pocas palabras me dijera todo. Caminaba pisando vainas y cortezas, sintiendo ese aire que siempre me trajo tranquilidad, y él, cuando yo me distraía por un momento observando hipnotizado esos largos e infinitos árboles, desaparecía de su lugar y aparecía por detrás asustándome entre risas.
Recuerdo aquel verano como uno de los más felices, y lo recuerdo también porque fue cuando a la vera de ese hermoso río me conto algo que no tenía que ver con el canto de los pájaros ni con el silencio como momento para calmarme de esas veces que me brotaba algún capricho de niño. Hablamos de los deseos de cada uno, yo le contaba de mi curiosidad, hoy inocente, por saber que había más allá de ese cielo celeste que nos cubría, como era realmente el sol, las nubes, las estrellas; y él con su cuaderno rojo sobre sus piernas me miraba y se reía. Me habló de un lugar y al hacerlo su voz se quebró, rápidamente repuso que en ese lugar había muchos árboles que llegaban hasta el cielo, donde los pájaros paraban a descansar y uno los podía tocar, yo en ese momento quedé anonadado ante semejante descripción, quería conocer ese lugar cuanto antes, pero él sostuvo que estaba muy lejos y que iría cuando sea más grande.
Recuerdo cuando volvimos de esa charla a la estancia como me miraba fijo largo tiempo, apoyaba su cabeza en su mano derecha y me miraba serio, como pensativo, mientras no se despegaba un segundo de su cuaderno que continuamente abría, escribía algo y lo cerraba.
Los días en la estancia que estaba rodeada de cerros llegaban a su fin, debíamos volver a la ciudad, a la cotidianeidad. Solíamos vernos solo los veranos en aquella casa o para algún cumpleaños donde él se introducía en el asfalto y nos visitaba.
Habían pasado varios meses y se aproximaba mi cumpleaños número doce, a esa reunión intima en aquella casa sin patio ni arboles estaban invitados algunos compañeros de colegio, a ellos les quería contar sobre el canto de los pájaros, sobre las estrellas, pero para eso necesitaba ir a la fuente, quería que escuchen por sus propios oídos al igual que yo esas enseñanzas que generaban más y más curiosidad cada verano.
Pasaban las horas y su ausencia crecía, le pregunté a mi padre si vendría y él no sabía que contestarme, solo disponía a ponerse serio e interactuar con los otros invitados como si nada pasara. Entre tanto, en el acontecimiento pasaban las horas y todo seguía su curso normalmente, los regalos, los deseos, todo pasaba aunque yo sentía, percibía que faltaba algo.
La habitación de mis padres se situaba enfrente de la mía, y casi finalizado el cumpleaños, luego de conversar con algunos invitados que quedaban en mi pieza, salí en busca de alguna bebida cuando pude notar la puerta de la habitación de mis padres entreabierta. Desde que tengo uso de razón tuve la entrada restringida a ese lugar, hoy pienso que por privacidad, supongo. Como todo niño curioso, no me resistí a la idea de espiar por esa abertura de luz que salía desde adentro, cuando desde afuera, arriba de la cama se podía divisar una caja repleta de objetos. No pensé en otra cosa más que en entrar y verificar el interior de la caja, cuando mis ojos quedaron más que impactados.
En el fondo de la caja de cartón se encontraba un cuaderno rojo, automáticamente por mi cabeza pasaron miles de recuerdos, miles de conversaciones, y millones de imágenes que se posaban en mi mente todas juntas. Al abrir el cuaderno en la última página, ya amarilla por el paso del tiempo, en un rincón entre comillas se podía leer: “Búscalo al cielo en ti mismo que allí lo vas a encontrar, pero no es fácil hallarlo pues hay mucho que luchar. Por caminos solitarios yo me puse a caminar. Por fuera nada buscaba, pero por dentro quizás…”
Automáticamente me di cuenta, no sentí más que rabia, impotencia, dolor y angustia. Quedó todo muy claro para mí, no fui un niño nunca más.
Pasado el tiempo, hoy me recuerdo en aquella situación, saliendo de ese lugar después de varios minutos de silencio, con otra realidad, otra perspectiva, sosteniendo que todo lo que queda es intentar disimular.
Malestar y ansiedad en salas de espera
El ser humano muchas veces tiende a la originalidad, a querer sobresalir de lo ya planteado
desde hace años, a intentar en ciertos momentos ir contra la corriente. Muchas veces la edad
impulsa tales ideas, otras el temor y otras simplemente la casualidad. Vivimos en una sociedad
donde las cosas se nos muestran cada vez más rápido, en un ir y venir voraz tenemos respuestas
que hace años podían llegar a nuestras manos en meses, dado que existen artefactos que cada
vez desconocemos más y nos alejan de aquel pasado que nos hacía reflexionar por lo menos un
poco.
Tenemos tecnología para todo y el alcance es tan cercano que traspasa, pero no podremos
jamás conciliar el malestar que nos produce cualquier sala de espera.
Nuestra entrada es algunas veces como de recién nacido, tranquila, sumisa y hasta inocente;
otras todo lo contrario, atravesamos el umbral con prepotencia por temor a llegar tarde, a tener
que esperar aún más de lo que ya sabemos que vamos a tener que esperar por deducción propia,
sin que nadie nos haya advertido de antemano. Y cuando ingresamos, parecería como si nos
introdujéramos en otra dimensión.
La secretaria intenta alentarnos, intenta convencernos de que la dulce espera va a ser corta y
que hay pocas personas en la misma situación; su mirada quiere irradiar nuestra falsa y armada
sonrisa, quiere atravesarla y someterla a esa mentira que los dos sabemos que está presente en
ese lugar. Nos dejamos someter ante el hecho que la joven nos propone y pasamos a otra sala.
En aquella habitación, apenas la cruzamos, certificamos el porqué de la sonrisa articulada y
sobreactuada de la joven y caemos nuevamente en la cuenta de porqué nos ausentamos muchas
veces de estos lugares, de estos espacios donde renace la ansiedad que comúnmente queremos
aplacar.
Si bien la recurrencia es totalmente aleatoria, es innegable la presencia íntimamente marcada
de ciertos tópicos en estos lugares.
Nos sentimos identificados con el niño que desencadena por varios minutos un llanto de
desesperación por querer escapar de este lugar que por lo visto nos aqueja a ambos, pero no lo
hacemos con su madre, parece que le importa poco que su hijo estalle en lágrimas, y es entonces
cuando nos planteamos varias preguntas. ¿Está bien pensar su rol como madre ante el llanto?
¿Por qué llora el chico? ¿Por qué esta en este lugar? ¿Por qué pasaron recién diez minutos?
¿Dónde está el dentista? ¿Por qué nadie inventó algún sistema de teletransportación desde
nuestros hogares hasta este sitio solamente cuando el médico nos llama? ¿Por qué no nos llama?
Logramos sentarnos, miramos el reloj, nos sentimos aturdidos al ver que las agujas no se
mueven y el profesional no aparece. ¿Habrá venido? ¿Cuánto suelen tardar las consultas a un
médico? Nos paramos, caminamos e intentamos contemplar los objetos que constituyen el
lugar; queremos, deseamos, soñamos que nos guste alguna de las pinturas que rodean el espacio,
pero no podemos, nada nos atrae, todo es estúpido y empezamos a creer que esos cuadros, en
ese momento abstractos, son una burla a todas las personas que diariamente pasan por esta
situación y creen que mirar estos objetos puede calmar algún tipo de ansia.
Nada nos satisface, nos consideramos rendidos ante cualquier acontecimiento que pueda
ocurrir. De la sala de al lado, la puerta se abre continuamente y se desprende un aroma que
automáticamente nos remite a objetos, ruidos de metal, imágenes de agujas. El sentido se
agudiza y el azúcar en la sangre parece querer empezar a descender; nos volvemos a replantear
el porqué de nuestra visita a despreciable lugar, deambula la idea de marcharnos, pero nos
cuestionamos si realmente hace falta esta tortura, ¿a qué vinimos?
Una gota desciende lentamente sobre nuestra sien cuando una voz llama nuestro nombre.
Podemos estar preparados para infinitas situaciones de la cotidianeidad y soportarlas muchas
veces a un nivel extremo; los avances tecnológicos, como dijimos antes, nos facilitan las cosas
hasta un punto que pareciera como si fuese perjudicial. ¿El ser humano se planteará algún día la
pérdida de la comunicación cara a cara a pesar de que en un segundo podemos estar conectados
con personas que sobreviven al mismo disgusto en las antípodas del mundo? ¿Podremos
hilvanar la idea de que poco a poco se fue perdiendo la espontaneidad de los actos sin que antes
fuesen tipeados? ¿Tendremos la sencillez y la paciencia que tiene aquel campesino que surca la
tierra y espera a que en diciembre se quede el sol después de haber pasado los fríos más crudos?
¿Nos quedará aquella sensación de la buena predisposición que alguna vez tuvimos ante una
espera no tan atroz como parece? ¿Resurgirá la calidez en los tratos ante la frialdad que se nos
interpone en cualquier sitio de esta índole, y que llevamos tan naturalizada?
La espera se hace interminable e intervienen factores que muy pocas veces surgen en nosotros,
nos cuesta mantener la paciencia en un sitio donde prácticamente debemos casi por obligación
estar con nosotros mismos, ¿será que nos aterra la idea de estar un rato a solas con nuestra
persona? ¿o será que estamos mal acostumbrados a la espera?
Somos tan egoístas que cuando el profesional llama a nuestro nombre, entramos, nos atienden,
nos retiramos y nuestra vida sigue igual que siempre, como si ninguno de esos acontecimientos
nos hubiese marcado, nos hubiesen dejado alguna pista de lo que debemos mejorar como
individuos y/o como sociedad.
domingo, 28 de febrero de 2016
lunes, 18 de enero de 2016
Tiembla el pulso de rabia
Tiembla el pulso de rabia y baja la pluma hasta trazar entre lineas disparos de tinta que enmudecen el paisaje, que re-descubre llanuras secas, que profundiza montes hasta reivindicarlos.
La raza humana no esta en lo cierto si no se estremecen sus ojos al posarse frente a sucumbidas praderas, ni tampoco si su corazón late tranquilo al ver la opresión constante hacia los mismos por los mismos. El desvelo de los que nada tienen pero que día tras día ponen su pecho y su cara para enfrentar atrocidades, vientos que resquebrajan la piel ya curtida por años, cubren el nefasto cielo gris de los que siguen creyendo que lo esencial es lo material, que parecer es poseer y que aparentar es accionar.
Entre el calor de los llanos y las alturas mas esbeltas de las cumbres se posa y sin olvidar esos kilómetros de agua salada que supo cruzar, va a accionar otra vez, va a ser nuestro escudo de tinta y papel para re-inventarnos nuevamente sin resquebrajar nuestro ser.
A una pluma ingobernable.
La raza humana no esta en lo cierto si no se estremecen sus ojos al posarse frente a sucumbidas praderas, ni tampoco si su corazón late tranquilo al ver la opresión constante hacia los mismos por los mismos. El desvelo de los que nada tienen pero que día tras día ponen su pecho y su cara para enfrentar atrocidades, vientos que resquebrajan la piel ya curtida por años, cubren el nefasto cielo gris de los que siguen creyendo que lo esencial es lo material, que parecer es poseer y que aparentar es accionar.
Entre el calor de los llanos y las alturas mas esbeltas de las cumbres se posa y sin olvidar esos kilómetros de agua salada que supo cruzar, va a accionar otra vez, va a ser nuestro escudo de tinta y papel para re-inventarnos nuevamente sin resquebrajar nuestro ser.
A una pluma ingobernable.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)