domingo, 6 de noviembre de 2016

Malestar y ansiedad en salas de espera

El ser humano muchas veces tiende a la originalidad, a querer sobresalir de lo ya planteado desde hace años, a intentar en ciertos momentos ir contra la corriente. Muchas veces la edad impulsa tales ideas, otras el temor y otras simplemente la casualidad. Vivimos en una sociedad donde las cosas se nos muestran cada vez más rápido, en un ir y venir voraz tenemos respuestas que hace años podían llegar a nuestras manos en meses, dado que existen artefactos que cada vez desconocemos más y nos alejan de aquel pasado que nos hacía reflexionar por lo menos un poco. Tenemos tecnología para todo y el alcance es tan cercano que traspasa, pero no podremos jamás conciliar el malestar que nos produce cualquier sala de espera. Nuestra entrada es algunas veces como de recién nacido, tranquila, sumisa y hasta inocente; otras todo lo contrario, atravesamos el umbral con prepotencia por temor a llegar tarde, a tener que esperar aún más de lo que ya sabemos que vamos a tener que esperar por deducción propia, sin que nadie nos haya advertido de antemano. Y cuando ingresamos, parecería como si nos introdujéramos en otra dimensión. La secretaria intenta alentarnos, intenta convencernos de que la dulce espera va a ser corta y que hay pocas personas en la misma situación; su mirada quiere irradiar nuestra falsa y armada sonrisa, quiere atravesarla y someterla a esa mentira que los dos sabemos que está presente en ese lugar. Nos dejamos someter ante el hecho que la joven nos propone y pasamos a otra sala. En aquella habitación, apenas la cruzamos, certificamos el porqué de la sonrisa articulada y sobreactuada de la joven y caemos nuevamente en la cuenta de porqué nos ausentamos muchas veces de estos lugares, de estos espacios donde renace la ansiedad que comúnmente queremos aplacar. Si bien la recurrencia es totalmente aleatoria, es innegable la presencia íntimamente marcada de ciertos tópicos en estos lugares. Nos sentimos identificados con el niño que desencadena por varios minutos un llanto de desesperación por querer escapar de este lugar que por lo visto nos aqueja a ambos, pero no lo hacemos con su madre, parece que le importa poco que su hijo estalle en lágrimas, y es entonces cuando nos planteamos varias preguntas. ¿Está bien pensar su rol como madre ante el llanto? ¿Por qué llora el chico? ¿Por qué esta en este lugar? ¿Por qué pasaron recién diez minutos? ¿Dónde está el dentista? ¿Por qué nadie inventó algún sistema de teletransportación desde nuestros hogares hasta este sitio solamente cuando el médico nos llama? ¿Por qué no nos llama? Logramos sentarnos, miramos el reloj, nos sentimos aturdidos al ver que las agujas no se mueven y el profesional no aparece. ¿Habrá venido? ¿Cuánto suelen tardar las consultas a un médico? Nos paramos, caminamos e intentamos contemplar los objetos que constituyen el lugar; queremos, deseamos, soñamos que nos guste alguna de las pinturas que rodean el espacio, pero no podemos, nada nos atrae, todo es estúpido y empezamos a creer que esos cuadros, en ese momento abstractos, son una burla a todas las personas que diariamente pasan por esta situación y creen que mirar estos objetos puede calmar algún tipo de ansia. Nada nos satisface, nos consideramos rendidos ante cualquier acontecimiento que pueda ocurrir. De la sala de al lado, la puerta se abre continuamente y se desprende un aroma que automáticamente nos remite a objetos, ruidos de metal, imágenes de agujas. El sentido se agudiza y el azúcar en la sangre parece querer empezar a descender; nos volvemos a replantear el porqué de nuestra visita a despreciable lugar, deambula la idea de marcharnos, pero nos cuestionamos si realmente hace falta esta tortura, ¿a qué vinimos? Una gota desciende lentamente sobre nuestra sien cuando una voz llama nuestro nombre. Podemos estar preparados para infinitas situaciones de la cotidianeidad y soportarlas muchas veces a un nivel extremo; los avances tecnológicos, como dijimos antes, nos facilitan las cosas hasta un punto que pareciera como si fuese perjudicial. ¿El ser humano se planteará algún día la pérdida de la comunicación cara a cara a pesar de que en un segundo podemos estar conectados con personas que sobreviven al mismo disgusto en las antípodas del mundo? ¿Podremos hilvanar la idea de que poco a poco se fue perdiendo la espontaneidad de los actos sin que antes fuesen tipeados? ¿Tendremos la sencillez y la paciencia que tiene aquel campesino que surca la tierra y espera a que en diciembre se quede el sol después de haber pasado los fríos más crudos? ¿Nos quedará aquella sensación de la buena predisposición que alguna vez tuvimos ante una espera no tan atroz como parece? ¿Resurgirá la calidez en los tratos ante la frialdad que se nos interpone en cualquier sitio de esta índole, y que llevamos tan naturalizada? La espera se hace interminable e intervienen factores que muy pocas veces surgen en nosotros, nos cuesta mantener la paciencia en un sitio donde prácticamente debemos casi por obligación estar con nosotros mismos, ¿será que nos aterra la idea de estar un rato a solas con nuestra persona? ¿o será que estamos mal acostumbrados a la espera? Somos tan egoístas que cuando el profesional llama a nuestro nombre, entramos, nos atienden, nos retiramos y nuestra vida sigue igual que siempre, como si ninguno de esos acontecimientos nos hubiese marcado, nos hubiesen dejado alguna pista de lo que debemos mejorar como individuos y/o como sociedad.

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