lunes, 16 de enero de 2017

Hay una luz que nunca se apaga

Había despertado como todas las mañanas de malhumor y anestesiado por largas horas, la habitación no era otra cosa que un espacio frío, lúgubre. Rondaba la idea del sentirse amordazado, de sentir que el cuerpo todavía respondía a estímulos, pero automatizado ante la temible rutina que llevaba día a día. El lugar, no muy grande, disponía de un gran ventanal con vista a la calle donde se podía oír la gran cantidad de vehículos que transitaban diariamente y las exhaustivas voces que muchas veces irritaban en horas de insomnio. A la izquierda, paralela a la cama, una pequeña biblioteca rebosante de títulos con los que nunca hubiera imaginado involucrarme, que nunca había tenido el tiempo o mejor dicho el interés de interactuar; me burlaba de los lectores activos, de los lectores esporádicos, de aquellos textos que me podrían introducir a un mundo desconocido o hasta entender diferentes cuestiones.
Enfrentada al ventanal se erigía la sombra de una altísima puerta antigua donde resplandecían los bordes indicándome la salida, la salvación. Se podía sentir el sórdido y lánguido silencio latente del resto de la casa, ese silencio perforador arrastraba todo margen de sonido que deambulaba por las habitaciones. Desde este costado del lugar yacía entre cuatro paredes tratando de asimilar una salida, tratando de lograr un escape al encierro.
Me dispuse a abandonar el lugar, creía que era lo necesario para empezar de una vez otro día tratando de que sea por lo menos un poco más fructífero que el anterior. Quería alcanzar o por lo menos acercarme al brillo vertical que parecía hacerse cada vez más alto, pero mis piernas manifestaban otra vez el cansancio, nuevamente agotadas de cualquier movimiento por ejecutarse.
Cuando, ya en pie, pude acercarme al halo resplandeciente, una densa y turbia oscuridad se posó por delante negando cualquier movimiento. Una especie de vendaval enérgico sucumbió desde la raíz atropellando toda mi persona, instalándola a merced de aquella biblioteca antigua donde más de la mitad de los títulos caían sobre mi cuerpo.
Rápidamente recordé mi primer libro y la emoción al llegar a la misma habitación con varios años menos, el recuerdo de la escena palpando aquella selección de cuentos que iban a ser devorados en cuestión de días, se confundía con el presente. En mis manos un ejemplar abierto podría decirse de casualidad o quizás de causalidad, en su página 298, afirmaba: “Los hombres han perdido la costumbre de mirar las estrellas. Incluso si se examinan sus vidas, se llega a la conclusión de que viven de dos maneras: unos falseando el conocimiento de la verdad y otros aplastando la verdad.”
Mis ojos se quedaron anonadados ante los versos que seguían rebotando en mi cabeza y por el gran ventanal se adentró un torbellino de aire fresco que inundaba el espacio, lo inundaba, lo revestía y lo volvía a inundar de aire renovado, cuando aquella nube negra estancada se dignó a moverse de su lugar, y allí me pude ver entre luces atravesando el umbral que por momentos creí estático a mis sentidos y hoy era nada más que un bloque de madera.
A partir de ese momento supe que más de uno de esos títulos me estaban esperando y que con más de uno de ellos podría atravesar cualquier barrera que se me interpusiera, porque reafirmaba como hace varios años ya, que siempre hay una luz que nunca se apaga.

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