En aquellos calurosos días de febrero, en cierto momento después del almuerzo, él apuntaba con la vista hacia el río y segundos más tarde se dirigía hacia allí. En ese tiempo, pasábamos todos los veranos en una vieja estancia; la recuerdo por la cantidad de árboles y tranquilidad que tenía, pero más la recuerdo porque ya desde temprana edad descubrí mi estrecha relación con la tierra y la naturaleza. Amaba subirme a los troncos llenos de vida, descubrirle siempre brazos donde sostenerme, entender ya desde muy chico porque la gente se marchaba hacia esos lugares a descansar, a reflexionar. Siempre me generó curiosidad su silencio atroz y muchas veces misterioso, y supongo que esas fueron las causas por las cuales lo seguía en secreto entre los inmensos y eternos árboles que me miraban como testigos de la sigilosa persecución. Se sentaba apoyando la espalda sobre un viejo tronco ya despedazado por el paso del tiempo y luego de varias horas sacaba su cuaderno rojo que lentamente abría y comenzaba a escribir. Mi curiosidad nacía desde el momento en que se levantaba de la mesa donde estaban todos conversando y casi como si nadie lo notara se desplazaba hacia ese lugar que ya era prácticamente de él, ese lugar donde solo se podía oír cómo el agua avanzaba suavemente por su cauce, donde el silencio se pronunciaba cada vez más.
Con mi corta edad en ese momento no temía absolutamente a nada, tenía la certeza de que, aunque lo siguiera a escondidas y él no lo supiera, si pasaría algo estaría ahí para socorrerme, para que con pocas palabras me dijera todo. Caminaba pisando vainas y cortezas, sintiendo ese aire que siempre me trajo tranquilidad, y él, cuando yo me distraía por un momento observando hipnotizado esos largos e infinitos árboles, desaparecía de su lugar y aparecía por detrás asustándome entre risas.
Recuerdo aquel verano como uno de los más felices, y lo recuerdo también porque fue cuando a la vera de ese hermoso río me conto algo que no tenía que ver con el canto de los pájaros ni con el silencio como momento para calmarme de esas veces que me brotaba algún capricho de niño. Hablamos de los deseos de cada uno, yo le contaba de mi curiosidad, hoy inocente, por saber que había más allá de ese cielo celeste que nos cubría, como era realmente el sol, las nubes, las estrellas; y él con su cuaderno rojo sobre sus piernas me miraba y se reía. Me habló de un lugar y al hacerlo su voz se quebró, rápidamente repuso que en ese lugar había muchos árboles que llegaban hasta el cielo, donde los pájaros paraban a descansar y uno los podía tocar, yo en ese momento quedé anonadado ante semejante descripción, quería conocer ese lugar cuanto antes, pero él sostuvo que estaba muy lejos y que iría cuando sea más grande.
Recuerdo cuando volvimos de esa charla a la estancia como me miraba fijo largo tiempo, apoyaba su cabeza en su mano derecha y me miraba serio, como pensativo, mientras no se despegaba un segundo de su cuaderno que continuamente abría, escribía algo y lo cerraba.
Los días en la estancia que estaba rodeada de cerros llegaban a su fin, debíamos volver a la ciudad, a la cotidianeidad. Solíamos vernos solo los veranos en aquella casa o para algún cumpleaños donde él se introducía en el asfalto y nos visitaba.
Habían pasado varios meses y se aproximaba mi cumpleaños número doce, a esa reunión intima en aquella casa sin patio ni arboles estaban invitados algunos compañeros de colegio, a ellos les quería contar sobre el canto de los pájaros, sobre las estrellas, pero para eso necesitaba ir a la fuente, quería que escuchen por sus propios oídos al igual que yo esas enseñanzas que generaban más y más curiosidad cada verano.
Pasaban las horas y su ausencia crecía, le pregunté a mi padre si vendría y él no sabía que contestarme, solo disponía a ponerse serio e interactuar con los otros invitados como si nada pasara. Entre tanto, en el acontecimiento pasaban las horas y todo seguía su curso normalmente, los regalos, los deseos, todo pasaba aunque yo sentía, percibía que faltaba algo.
La habitación de mis padres se situaba enfrente de la mía, y casi finalizado el cumpleaños, luego de conversar con algunos invitados que quedaban en mi pieza, salí en busca de alguna bebida cuando pude notar la puerta de la habitación de mis padres entreabierta. Desde que tengo uso de razón tuve la entrada restringida a ese lugar, hoy pienso que por privacidad, supongo. Como todo niño curioso, no me resistí a la idea de espiar por esa abertura de luz que salía desde adentro, cuando desde afuera, arriba de la cama se podía divisar una caja repleta de objetos. No pensé en otra cosa más que en entrar y verificar el interior de la caja, cuando mis ojos quedaron más que impactados.
En el fondo de la caja de cartón se encontraba un cuaderno rojo, automáticamente por mi cabeza pasaron miles de recuerdos, miles de conversaciones, y millones de imágenes que se posaban en mi mente todas juntas. Al abrir el cuaderno en la última página, ya amarilla por el paso del tiempo, en un rincón entre comillas se podía leer: “Búscalo al cielo en ti mismo que allí lo vas a encontrar, pero no es fácil hallarlo pues hay mucho que luchar. Por caminos solitarios yo me puse a caminar. Por fuera nada buscaba, pero por dentro quizás…”
Automáticamente me di cuenta, no sentí más que rabia, impotencia, dolor y angustia. Quedó todo muy claro para mí, no fui un niño nunca más.
Pasado el tiempo, hoy me recuerdo en aquella situación, saliendo de ese lugar después de varios minutos de silencio, con otra realidad, otra perspectiva, sosteniendo que todo lo que queda es intentar disimular.