Indudablemente,
inexplicablemente, necesariamente miles de veces después de pasar un buen
tiempo acompañado de alguien, ya sea un viaje, un fin de semana o lo que fuere
necesitamos de una especie de encierro a solas, un encierro reservado entre dos
partes. Una de carne y hueso, y la otra es una especie de brisa que corre por
nuestra espalda, pasa rápidamente por nuestra nuca y nos despeina un poco
dejando algo así como un pensamiento racional. Más comúnmente llamada
“soledad”, ella se dispone a hacernos pensar un rato, centrar lo vivido aquel
tiempo compartido o simplemente estirar los pies y acompañarnos a descansar.
Este estado
de necesidad no es solo con seres humanos, se asimila también con objetos,
deseos, etc. Los objetos claramente nos dominan los pensamientos, elevándolos y
dejándolos caer desde una altura considerada para luego hacernos reflexionar
acerca de nuestras afirmaciones y/o elecciones en la cotidianidad. Los deseos
nos hacen una y otra vez dudar de nuestro razonamiento en función de lo que
está a nuestro alcance. Y así, el deseo se convierte en una senda que pocas
veces sabemos conducir, realmente muy pocas veces sabemos que deseamos de
verdad cuando se despliega la duda. Cuando se nos presenta la abstinencia de
querer remitirnos urgentemente a este encuentro con dicha persona y estamos
acompañados de objetos, los desechamos por lo menos por un rato; en presencia
de deseos, simplemente lo corremos por un instante; en el caso de personas, nos
aislamos también por un momento; pero… ¿Qué pasa cuando un ser humano se cansa,
se aburre, se quiere apartar de sí mismo?
Intenta buscar ese acto silencioso
antes dicho, tan silencioso por fuera como el interior de una iglesia, pero
sabe muy bien que por dentro de su abrumadora y máquina de nunca cesar más comúnmente llamada cabeza se
escuchan gritos, contradicciones y miles de preguntas sin respuestas.
Trata de
llegar al sumiso encuentro con dicha persona fantasmal si se quiere, pero se da
cuenta que es peor, se da cuenta que ese ser que deja una brisa fría, que hace
sonar los ruidos más silenciosos de una casa, que se jacta de reparador, no
hace más que poner en duda los deseos, los objetos que están a nuestro alcance
y hasta dudar de las personas que nos rodean diariamente. El sujeto entra en un
estado de malestar y odio por sí mismo que lo sumerge en una especie de
depresión constante y de duda ante todo lo que se le presente por no poder
resolverlo.
Amanecen
problemas mínimos que en el mencionado estado pasan a ser inmensos,
inexplicables, a tal punto de entrar en una secuencia de miedo y obsesión por
querer encontrarles una solución urgente. Se auto-introduce en un trance,
sintiéndose muy hondo y muy lejano a lo que aspira ser o por lo menos lo que
desea para sí. Tormentosas noches lo mantienen en velo haciendo que su cerebro
tenga la función similar a la de una máquina, trabajando y trabajando en busca
de la palabra más preciada, “respuestas”. No logrando ni acercarse por lo menos
a una pista que le diga el camino para llegar a esa ansiada palabra buscada,
añorada por años, se dispone a dormir resignado bajo el efecto de ese malestar inexorable
y agrio como la hiel.
A la mañana
siguiente se levanta para volver a empezar con su vida normal, su rutina cotidiana.